
Más de un siglo después de su aparición como grupo de artistas y como estilo, que supuso una auténtica revolución en la pintura, los impresionistas siguen impactando por el poderío emotivo de sus obras. De la obra en si misma despojada de todas sus rémoras históricas, sociológicas, económicas o de cualesquiera otra índole. Lo grande de las pinturas de los impresionistas es que pocas obras se dejan ver tan bien, tan limpiamente, como las que estos hombres pintaron.
Pero en los trabajos de Monet, Manet, Renoir, Sisley o Cézanne también hay otra enseñanza: cuando parece dársele más importancia al gigantismo artístico en donde se valoran más lo metros cuadros del lienzo, los kilos de la escultura o los metros de cable y las pulgadas de la televisión; los impresionistas nos enseñan que lo pequeño es mágico, que no se necesitan grandes telas para plasmar las inquietudes del hombre y sus esperanzas, ni la vida que pasa a su alrededor. Sea lo que sea el arte, hay más en estos cuadros que en todas las obras de los grandes nombres del arte del aquí y el ahora.


La vista se alegra ante los paisajes nevados de Sisley (“La nieve de Louveciennes”) y Manet (“La urraca”), o ese “Camino en el bosque” de Pissarro, y no dejan de llamar la atención las carreras de caballos de Degas (“El desfile”), “La casa del ahorcado” de Cézanne y “El columpio” de Renoir.
Una prueba de la modernidad conceptual de estos artistas es que en sus obras al aire libre, los hombres han desaparecido por completo, y cuando aparecen, en forma de campesinos, su rostros no tienen forma, no identifican a nadie. No se puede hacer más filosofía, sociología o antropología en menos espacio.
Esta magnífica exposición, que muestra por primera vez en España un conjunto tan importante de obras maestras de la pintura impresionista (uno de los grandes vacíos de los museos españoles), ha sido posible gracias a las obras de remodelación del edificio del Museo d’Orsay (Paris) que mantendrán la institución cerrada hasta el 2011.
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