
Con este artículo intento contribuir a que algún productor se anime a rodar la vida de Luis Meléndez, pintor nacido en 1715 y muerto en la miseria, como es de rigor, en 1780. A ver si espabilamos.
¿Cómo podemos relacionar un carácter tan arrebatado con una pintura tan fría?
Hay en este momento dos exposiciones de arte español corriendo por tierra anglosajona y ambas han dejado perláticos a los expertos. Yo no sé por qué la pintura española es la segunda mejor del mundo, detrás de la italiana. ¿Quizás por la prolongada represión de la palabra a que se ha visto sometido este país durante tantos siglos? Pero entonces habría de sufrir la competencia de la pintura rusa, y no es el caso. Lo cierto es que en este momento los británicos están boquiabiertos ante la escultura religiosa del barroco español y los americanos ante las naturalezas muertas de Luis Meléndez. Dos departamentos a los que nosotros mismos apenas prestamos atención. Bien es cierto que el Prado de Zugaza, que es un lince, ya se adelantó con una exposición dedicada a Meléndez en 2004. Algo cambiada, es la que ahora viaja por Londres, Washington, Los Ángeles y Boston.


Con el fin de esquivar honduras ajenas a su competencia, los especialistas suelen hablar del realismo de la pintura española, el realismo de estos sobrios bodegones. Así Peter Cherry, por ejemplo, uno de los responsables de la exposición junto con Juan J. Luna. Así también el crítico Ken Johnson que habla de "una verosimilitud casi fotográfica". Comprendo la tesis, pero disiento. No hay realidad alguna que se parezca a estas maclas de objetos prístinos, de iluminación sobrenatural, visibles hasta extremos que ni un ojo mecánico puede alcanzar. Sería una realidad visible a ojos angélicos o diabólicos, pero no humanos. Esta "realidad" es tan irreal como la de Mondrian. En cualquiera de los bodegones de Meléndez se constata de inmediato que son el fruto de una obsesión. Están pintados a la altura de los ojos desde una distancia inverosímil, como si el pintor hubiera metido la nariz entre uvas y quesos. Al parecer, Meléndez no componía sus bodegones, sino que pintaba uno a uno los objetos y los iba añadiendo y disponiendo sobre el lienzo según avanzaba (Hirschaner & Metzger). Meléndez se sitúa a pocos centímetros de una calabaza sometida a luz intensísima que aún no sabemos cómo instalaba. Tras escrutarla como un miope, pinta hasta la menor arruga del epitelio. Luego hace lo mismo con un pan de corteza arcillosa. Y así, sucesivamente hasta acomodar, al final, un mantel de soporte. Con el añadido de que el tamaño, como es lógico, no es el natural.

Pero vayamos a la película. Y para ello nada mejor que comenzar con el autorretrato de Meléndez que se conserva en el Louvre. He aquí al joven pintor de 30 años (data de 1746), un guapo mozo aceitunado, vestido con elegancia contenida, jubón de raso oliváceo, cascada de chorreras blanquísimas en la camisa, cinta de seda azul y lazo recogiendo el moñete. No obstante, lo que impresiona es la insolencia de la mirada. Éste es el majo perfecto, el "guapo" en su acepción clásica (la que analiza Ferlosio), uno que pretende infundir temor a pesar de su frágil constitución. Meléndez pertenecía a una familia pendenciera. Su padre, Francisco Antonio, fue uno de los fundadores de la Real Academia de Bellas Artes (la actual de San Fernando), pero era hombre fácil de agraviar, de temperamento colérico, y logró ser expulsado de su propia criatura tras pelearse con todos sus colegas. También el hijo era asilvestrado y también consiguió que le expulsaran de la clase de dibujo, la imprescindible para acreditarse.



En esta peripecia que tanto le acerca a otro pintor asesino, Caravaggio, me parece que radica el oscuro enigma de la pintura de Meléndez. ¿Cómo podemos relacionar un carácter tan arrebatado con una pintura tan fría y detenida? ¿O no será lo uno consecuencia de lo otro? Me parece que es Sanford Schwartz quien liga ese carácter congelado de los bodegones de Meléndez con la pintura de Jacques-Louis David, cuyas obras producen a veces el efecto de representar cadáveres, y en ocasiones los representa realmente, como en el famoso retrato de Marat asesinado. Ahí tenemos a otro artista pasional, despiadado, vesánico, autor de la pintura más gélida y obsesiva de la historia del arte.
Hay en las pinturas de Meléndez, el malogrado majo madrileño, toda suerte de materiales tratados con supremo embeleso: barro, estaño, corcho, madera, loza. Aparecen utensilios domésticos, pucheros, aceiteras, almireces, jícaras, descritos como si fueran joyas. Lo que nunca aparece es algo humano. Carne, cuerpos, sangre. Pero si regreso al autorretrato, única figura humana de su obra, vuelvo a preguntarme por qué esa mirada me da escalofríos.”