El pasado 28 de enero, el periodista y ensayista Vicente Verdú, publicaba en el diario El País, el siguiente artículo que por su interés reproducimos.
Pintar sin pintura
Un uso corriente que llama mucho la atención es el hecho de que las galerías de arte no cobren un céntimo por entrar en ellas y recrearse ante los cuadros. Pero también es llamativo que apenas se vea a alguna persona visitando una galería en Barcelona o Madrid y ésta debe de ser la razón de que sea completamente gratis. Si no pagando nada están desiertas, ¿cómo iban a esperar que se llenaran requiriendo un estipendio?
Pero otra importante razón de fondo para explicar la ausencia de público es tanto la arbitrariedad del valor que rige en el mercado del arte como los precios desaforados y ridículamente altos que se piden por un cuadro. Un doble asunto de hace varias décadas pero que sigue en pie como si no bastaran los espectaculares fraudes a lo Damien Hirst o las grotescas especulaciones en galerías, exposiciones y subastas.
El público no especulativo ni conspirativo, el mundo ajeno a la complicidad de críticos, galeristas y curators da justificadamente la espalda a este mercado que crece tanto en la mendacidad como en la banalidad y el desconcierto.
Hay críticas de especialistas que debieran orientar el gusto y fijar la importancia de un pintor pero si hay algo inextricable en todos los géneros posibles de escritura es (con excepciones) esta clase de textos donde raramente se adivina si el juicio es positivo o negativo porque viene a ser contemplativo. Faltos de instrucción, huérfanos de críticos inteligibles y náufragos en un mercado sustantivamente intrigante y especulador, el cliente potencial pierde interés por ir de galerías.
Un ejemplo que puede constatarse estos días en una céntrica calle de Madrid es la astronómica diferencia de precios entre las muestras de dos galerías vecinas y sin que medie nada demasiado cabal que lo justifique.
En la galería Orfila (fuera del prestigioso grupo galerista del Consorcio) expone un pintor, Martín Viveros, sin fama pero no sin talento, cuyas obras de "expresionismo abstracto" tienen fijados unos precios entre los 400 y los 1.200 euros. Diez metros más abajo, sin embargo, en la Marlborough los cuadros de David Rodríguez Caballero, cuya máxima característica consiste en pegar tiritas de vinilo sobre superficies de fieltro o papel vegetal, cuestan más de 12.000 euros. ¿Por qué? La pregunta, se dirá, es impertinente refiriéndose al arte. Pero la estupidez también.
Una galerista de estilo, perteneciente al Consorcio, confesaba que no expondría ninguna obra que supusiera un retroceso en su trayectoria vanguardista. Y el vanguardismo, una vez experimentadas todas las opciones provocadoras, viene a recaer hoy, especialmente, sobre la originalidad de los materiales que se utilicen. De ahí que se llegara a emplear excremento de elefante (Chris Ofili) como una elección todavía inédita en 1999 y que logró, junto a otras sensations de los jóvenes artistas británicos, la cola más larga de turistas en la historia del Brooklyn Museum.
El secreto se encuentra en "la propuesta" nueva, y la nueva propuesta lo será en estrecha relación con la novedad de los materiales. ¿La mano del artista? El artista de gran éxito hace tiempo que no mueve un dedo. Basta con constatar los resultados de los premios de pintura: los galardones recaen sobre obras que son una conjunción de soportes no convencionales, máquinas digitales y pueriles sortilegios tales como "pintar sin pintura" (Rodríguez Caballero).
¿La deshumanización del arte? Esto fue el tema de hace un siglo. De lo que se trata ahora es de la sublime institucionalización del camelo. Tampoco esto es de ayer ni siquiera de anteayer pero, a estas alturas, no debiera continuar ni mañana por la mañana. ¿Galerías vacías? La presente calamidad de la crisis compite con el insufrible nivel de la impostura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario